El Covid-19 agrava las fake news en la sociedad de la (des)información
27 de abril de 2020 Por Jon Nagore
La distorsión deliberada de la realidad con el objetivo de dominar el relato se antoja una herramienta de influencia en la opinión pública tan polémica como eficaz. Hablamos de las noticias falsas o fake news, que han irrumpido en nuestro día a día ya no como contenido involuntaria o tendenciosamente prescrito como veraz, sino como materia de fondo sobre la que reflexionar. Sea para despertar pasiones comunitarias o para denostar a un diferente que la propia dinámica del relato acaba convirtiendo en enemigo, la desinformación ha cobrado especial protagonismo en una sociedad hiperconectada y sobreestimulada como la actual.
“Debemos hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y hacer que nuestros simpatizantes lo repitan en cada momento”.
Bajo esta premisa, un célebre ministro de “ilustración pública y propaganda” germano construyó una narrativa tan poderosa en el ideario colectivo alemán que llegó a poner contra las cuerdas a todo Occidente. Fue mediante una comunicación política inspirada en el modelo de los anuncios comerciales estadounidenses, apelando a estímulos relativamente simples como el sentido de pertenencia, el amor por lo propio o el odio al enemigo. El resto ya es historia.
Un fenómeno, ¿actual?
Pero si la manipulación informativa lleva décadas, si no siglos, tejiendo el devenir de sociedades y civilizaciones, cabe preguntarse a qué se debe su irrupción en la agenda de instituciones gubernamentales de todo el mundo. Parte de la respuesta la encontramos en la propia historia de las fake news.
En 1835, el periódico neoyorquino The Sun informaba -en su afán por captar lectores- sobre el descubrimiento de seres que habitaban -presuntamente- la luna. Considerada por muchos como la primera fake news de la historia contemporánea, esta información corrió como la pólvora por EEUU disfrazada de noticia veraz. Su expansión fue imparable gracias al fenómeno conocido en la historia del periodismo como penny press o prensa de centavo, un modelo de prensa masivo y barato en formato tabloide, que surgió y se consolidó a mediados del siglo XIX gracias al incremento de la capacidad de producción de periódicos, la caída drástica de su precio, y a la aparición de medios de transporte más rápidos como trenes y barcos de vapor.
Nuevas tecnologías, democratización de acceso y mejores infraestructuras para compartir. Puede que esto nos suene de algo. A estos factores tendríamos que sumar la actual realidad digital de la comunicación, que permite que cualquiera pueda convertirse en un medio de creación y difusión de información que obedezca a sus intereses a bajo coste y, segundo, la cotidianeidad de unas redes sociales que posibilitan su difusión masiva. Es decir, el ecosistema idóneo para que miles de potenciales The Sun-es vuelvan a hacernos creer en extraterrestres.
Detonantes del fenómeno en el presente
La eclosión de los medios digitales y la pérdida de rigor periodístico en aras de la inmediatez y de la conquista del click han hecho el resto, erosionando el rol de las fuentes de información tradicionales. Así, la que paradójicamente fue bautizada como sociedad de la información se ha dado de bruces con la incapacidad de procesar el actual carácter masivo de esta, empujando a las audiencias a nuevos hábitos de consumo de información en el que abunda la falta de reflexión y de análisis crítico por parte del receptor. Además, si en anteriores modelos de información los individuos éramos simples consumidores, hoy, gracias a la imparable capacidad viralizadora de las redes sociales, somos nosotros el eslabón activo más relevante en la cadena de difusión.
Entra aquí en juego otro factor a tener en cuenta, nuestro sesgo cognitivo, por el que los individuos mostramos predisposición a asimilar una u otra información en base a experiencias previas, compartiendo aquella con la que nos sentimos más cómodos porque estimula nuestras más profundas pasiones, o aquella que reafirma nuestro estilo de vida o ideología. Según un estudio publicado en la revista Science, las informaciones falsas se difunden a través de las redes sociales hasta siete veces más rápida y ampliamente que las verdaderas. Sumando a ello los algoritmos de plataformas muestran a sus usuarios únicamente aquellos contenidos que les reconforta consumir, el individuo se ve sumergido en un bucle que reafirma una y otra vez sus prejuicios y que nos condena como colectivo a una irremediable polarización.
Si la sociedad acaba usando el actual modelo de consumo de información no para informarse, sino para reafirmarse en ideas preconcebidas, ¿qué espacio queda en la sociedad para el desarrollo del pensamiento crítico, tan importante para la democracia? El estudio publicado en Science ofrece también datos sobre la afección del fenómeno de las fake news por ámbitos. Señala que, aunque todas las categorías de información son susceptibles de padecerlas, el ámbito político es el que más sufre su difusión, y lo que es más preocupante, es en el que mayores son sus consecuencias dada la influencia real en los resultados electorales.
Nuevas herramientas contra la desinformación
Si los periodistas y demás profesionales de la comunicación no tomamos partida por la información veraz, no podemos esperar que otros sectores de la sociedad que no están tan sensibilizados lo hagan. Es más, dejaremos el camino libre para que aquellos que han convertido las fake news en herramientas para su beneficio continúen lucrándose, en detrimento del interés general. Como antídoto a la desinformación están surgiendo iniciativas como la Red Internacional de Verificación de Datos (IFCN), que cuenta con más de 80 organizaciones de más de 40 países y cuya misión es localizar las noticias falsas y alertar sobre ellas a través de su red de colaboradores en cada país.
Compañías como Facebook, Twitter o Whatsapp también están dando tímidos pasos para dificultar la difusión de noticias falsas a través de sus plataformas, como la iniciativa de ésta última de imposibilitar el reenvío masivo de contenido altamente compartido (acción que paradójicamente ha generado bulos acerca de su autoría e intencionalidad en España, por cierto). Además, la compañía recientemente donó un millón de dólares a la IFCN para reforzar su sistema de verificación. Por su parte Facebook (propietaria de Whatsapp) y Twitter trabajan también en la mejora de sus algoritmos, diversificando el tipo de contenido que muestran a cada usuario para evitar las burbujas informativas. Por su parte, instituciones como la Comisión Europea evalúan ya este tipo de iniciativas para establecer si son suficientes o si es necesaria una regulación obligatoria.
En este contexto, en España han surgido en los últimos años varias plataformas especializadas en la verificación de información como Verifica RTVE, Maldita.es, Newtral, o EFE Verifica. Será interesante observar la proliferación y devenir de estas iniciativas, y analizar si realmente son o no una solución válida contra el fenómeno de las fake news. Si, como decía el maestro de las distopías George Orwell, “en una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario”, la solución a las fake news pasa por un consenso universal que posibilite la revolución de restar reconocimiento y utilidad al engaño.