Una evaluación ex post de las políticas públicas en tiempos de aceleración legislativa
10 de marzo de 2021 Por Alejandro Manso
El tracking de la conversación pública se está volviendo cada vez menos lineal y, sobre todo, más condensado. El ritmo que imprimen los entornos en los que actuamos termina absorbiendo también cantidad y calidad al debate. Hablo de policy and politics y de cómo lo vertiginoso de la primera pone en riesgo a la segunda. Sobre todo, en aquellos entornos regulados en los que no solo se condensa el tracking regulatorio, sino también la propia relación entre legislador y regulador. La velocidad no siempre es algo bueno. B.C. Forbes, el legendario periodista escocés fundador de la revista del mismo nombre, dijo una vez que la velocidad del tiempo es, al final, de un segundo por segundo. Algo muy simple que, a veces, conviene recordar.
Vivimos en la era de las Agendas y de la Transición como tótems adaptables a cada sector. Dos caminos a día de hoy innegociables, en todo caso, que nos obligan a cruzar todas y cada una de las metas que nos marcan. Y digo cruzar porque el entorno regulatorio en que nos movemos, si algo lo define, son sus metas volantes.
La relación entre policy y politics, además de no siempre fluida, hace mucho que dejó de ser sucesiva: hay entornos regulatorios tan dinámicos que dificultan que la cadencia normativa les siga el ritmo. Un ejemplo atípico pero vívido (demasiado) nos lo ha dejado el Covid, quien ha estrangulado hasta tal punto el tracking de la conversación pública que la regulación ha precedido incluso al debate. Excepciones aparte, el resultado de este ritmo tan alto es una carrera de dos velocidades: por defecto, el riesgo de no ser capaces de responder al envite; por exceso, la inercia de dejarnos llevar solo por el ritmo que impongan las transformaciones.
Algo así como que la realidad nos esté adelantando por la derecha y nosotros, como legisladores, decidamos pasarnos al carril izquierdo sencillamente para poder ir más rápido.
El ritmo de transformación en los sectores regulados
De todos los procesos de transición, la velocidad de transformación impacta de manera especial sobre los sectores regulados. Energía, telecomunicaciones, transportes, finanzas, juego, alimentación… En todos ellos existe una figura que ejerce de regulador con el objetivo de –en origen– promover unas reglas de mercado los más equilibradas que permitan limitar las barreras de acceso y la mejora continua de la calidad de los servicios y la competitividad de las organizaciones. CNMC, CNMV, DGSFP, AEMPS, AESAN, DGOJ…
Si antes hablábamos del no siempre fluido matrimonio entre policy y politics, la conexión entre regulador y legislador en estos sectores regulados convierte esta carrera por la transición en un escenario todavía más complejo.
En los sectores regulados, las figuras del regulador y el legislador juegan roles distintos. Sin embargo, en entornos tan dinámicos y condensados, corren el riesgo de confundirse. La diferencia entre ambos está en la distancia: mientras los primero deben asegurar la salud y el buen funcionamiento de un determinado sector (y para ello gestionan sus necesidades más inmediatas), los legisladores deben entender con mayor profundidad cuáles son los ejes estructurales de ese sector y provocar, en consecuencia, los marcos normativos que permitan su crecimiento. Luces cortas, luces largas; pero nunca de cruce. Porque, cuando eso sucede, lo más habitual es alumbrar “monstruos normativos”, en los que la eficacia de las leyes suele ser el primer plato roto.
El complejo escenario de la transición en los sectores regulados acrecienta el riesgo de que el legislador alumbre “monstruos normativos” en los que la eficacia de las leyes suele ser el primer plato roto.
Aunque ya es de hace tres años, KPMG hacía público un caso de estudio con foco en el sector financiero. A modo de resumen, y en pleno marco de consolidación de las exigencias de solvencia y transparencia en el sector, la consultora señala cómo las entidades financieras deberán haberse adaptado a casi un centenar de nuevas normas antes de que 2022 llegue a su fin. Una cuenta que, por cierto, no incluye tantas otras normativas en fase de desarrollo o, incluso, pendientes solo de su discusión final y aprobación.
Un buen ejemplo de esta velocidad a la que nos referimos podemos verlo en el MiFID II (por markets in financial instruments directive): más allá de que, con su puesta en marcha, hayan quedado patentes carencias en la protección de los clientes, la realidad es que, apenas dos años después de su entrada en vigor, la Comisión Europea ya ha lanzado a consulta pública la que será la reforma que conduzca al MiFID III.
Una evaluación ex post de las políticas públicas
¿Políticas públicas con control de crucero? No siempre resulta sencillo seguir el metrónomo. Por ello, y mientras sigamos trabajando en adaptar los ritmos en el ex ante, parece razonable sistematizar entre tanto en el ex post un marco de análisis que mida y evalúe el impacto, los efectos y el resultado de cualquier política pública que haya sido aprobada. En suma, una cita de los legisladores consigo mismos en el futuro, que les permita obtener (si todavía lo siguen siendo) una compresión global de las decisiones adoptadas y genere un juicio valorativo sobre dónde se aceleró de más y en qué se apretó de menos.
Esta evaluación ex post de la calidad y coherencia de una legislación cada vez más “motorizada” es especialmente urgente en el contexto actual, con una realidad que se antoja cada vez más compleja y que exige a los policy makers una mayor profundidad de conocimientos. En el caso de los sectores regulados, no cabe duda de que parten con la ventaja de sumar más manos. Porque el ritmo de todo cuanto nos rodea, aunque se ralentice, no va a dejar de acelerar. Y la velocidad es algo irrelevante si no uno no va en la dirección correcta.